Regreso incompleto

Me hubiera gustado estudiar arquitectura comparada para reconocer la belleza uniforme de las edificaciones victorianas, y especialmente las de Edimburgo. Parece como si hubieran concertado estética y pragmatismo en un balance entre formas gráciles y detalles comedidos y elaborados: tamaño sin grandilocuencia. Es una ciudad de masones y de símbolos secretos.

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Fue caminando por un crescent, una calle en forma de luna creciente con edificios ajustados a su contorno (me imaginaba sentado en el segundo piso frente a la biblioteca que se veía asomada a la ventana), que me enteré por un podcast de que el Coronavirus era serio. Y no solamente que era serio, sino que de nada me iba a servir devolverme a Colombia, donde ya se advertían de la inminencia de un cierre. En poco tiempo empezamos a escanciar las salidas a la calle: una vez cada dos días a hacer ejercicio, una vez cada tres días al supermercado (la comida en Escocia se daña más rápido que en Colombia).

Al principio, con algo más que solemnidad para sobrellevar la sospecha mutua y descarada, las personas se apartaban desde veinte metros de distancia y se miraban las caras con escrutinio. Con el tiempo la gente dejó de verlo como una aversión consentida y empezó a preparar el distanciamiento con saltos entre carros o una tranquila bajada de anden y sonrisas.

En una semana los supermercados pusieron marcas en el piso, metieron plexiglass entre las cajas y dispusieron desinfectantes en la entrada. Nadie se acerca a nadie y hacen las filas sin quejarse; todos le sonríen al señor que controla la entrada y dicen Cheers de despedida. La consideración es importante en Escocia.

A Lothian, la región que contiene a Edimburgo, le ha dado duro la pandemia: tiene indices de muertes por millón superiores a las de Italia y España, pues la demora de Boris Johnson en tomar medidas permitió que el virus se ensañara con los ancianatos. Pero solamente se demoraron 40 días en bajar desde el pico hasta niveles sostenidos de menos de diez infectados diarios.

Yo debí haberme devuelto a Colombia justo en la época de ese pico, a mediados de abril. Con todos los rumores, supuse complacientemente que el retorno podría ser a principios de junio, y que podría manejar por internet las pocas cosas que se podían mover. Pero, al conocer que la fecha definitiva de vuelos comerciales a Colombia era a principios de septiembre, decidí que debía tratar de devolverme en un vuelo humanitario. Entonces mandé correos al Consulado en Londres y recibí notificación de viaje una semana antes del 14 de junio, día del vuelo. Y había esperado, con la falsa idea de tener que considerar no tomarlo, que el tiquete costara tres veces más de lo normal, pero Avianca cobró el valor de un tiquete comercial normal.

Los trenes entre Edimburgo y Londres son silenciosos, tanto porque solamente van de a tres personas por vagón, como porque los rieles tienen soldaduras modernas y no suenan con aquel acompasado tractrac – tractrac de los Intercity. Nadie cambia de vagón, nadie camina fisgoneando caras; yo tuve que dejar mis maletas en otro vagón y me paraba a ver que no se las robaran cada una de las cuatro paradas que tuvo el tren. La máscara se cae, el internet no corre, la niebla vuelve a Edimburgo preciso el día en que me voy. Pienso en la logística de las maletas, mi espalda, las escaleras, las superficies infectadas, ¿el metro (the tube) o un taxi? Dormí en la casa de un familiar: Heathrow, Terminal 2, cinco horas antes.

Yo tengo la costumbre de contar la gente que está delante de mí, sea con el dedo –lo cual incomoda hasta a los que no he apuntado- o con la vista, para saber el tiempo que me voy a demorar en una fila. Ochenta había delante de mi solamente para entrar al terminal. Por si los pasajeros no llevaban impresos los documentos que habían mandado por correo electrónico, una funcionaria del Consulado los repartía así casi todos los pasajeros lo cargaran en una carpeta plástica. «No importa, tómelo de todas formas».

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Los pasajeros no nos comunicábamos, no había quien alzara la mirada de curiosa impertinencia. Las máscaras resaltaban los ojos,  y se notaba que muchos no estaban acostumbrados al tapaboca –no se usa en el Reino Unido-. Vi despedidas sin drama, sin llanto y muy alargadas; no eran ilusiones rotas recientemente, eran duelos ya saldados. En el aire había una cierta resignación mezclada con abatimiento y alivio.  Ya no aguantábamos más, tocaba devolvernos a algo afablemente peor.

La fila se movía y muy pronto estaba dentro del Terminal 2, luego en una ventanilla entregando el Acta de Compromiso, luego haciendo el check-in, todo muy ágil. En simultanea con nosotros salían vuelos comerciales de Saudia, El Al y Alitalia, pero el terminal estaba vacío: había más puntos de distanciamiento amarillos en el piso que gente; de las seis pantallas para anunciar vuelos, solamente estaba ocupada una.

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En Emigración me tocó al lado de una pareja de viajantes de Saudia, él con una sudadera que se podía haber puesto Neymar, ella llevaba un hiyab verde oliva encima de un largo vestido marrón. Del piso sobresalían unos tenis grises que contrastaban con el color adusto de la ropa. Por la manera como agarraba la cartera con un dedo y el pasaporte verde con el pasabordo adentro con otros dos, podía ver que hacía viajes internacionales con frecuencia; parecía más desenvuelta que él, ciertamente con más garbo. Como ellas están acostumbradas a llevar la cara tapada, saben entornar sólo los ojos para mostrar su expresión, o acaso es lo único que vemos de particular y nos parece que los resaltan a propósito . Me pilló detallándola y enseguida miró al marido a ver si él se había dado cuenta. Pensé que le iba a decir algo, pero noté que era un gesto instintivo, algo que hacen para evaluar un problema. Y era extraño verlo a él en la misma condición de limitada expresividad que ella, en esa negación de identidad que trae su torpe tapaboca, mientras cavila algo mirando al piso, pero no a ella.

Puntuales, cuatro horas y media después de haber llegado, de cinco filas en cinco filas, abordamos. No nos pusieron batones de polipropileno como pensé que harían, pero sí lo llevaban las azafatas, quienes venían muy protegidas. «Ponemos las maletines arriba. Despejamos los pasillos»: el plural didáctico, otra forma del falso y excluyente eufemismo bogotano, más llevado a lo institucional -y de poder- que a una conversación cotidiana. Me puedo imaginar que salió de la profesora que cariñosamente enseña a escribir las primeras letras, mientras ella también escribe en el tablero, «Con la “a” hacemos una bolita, la cerramos y luego le ponemos una colita». Pero debía considerar que las azafatas estaban tomando un riesgo, que ellas no tenían porqué estar ahí. La gente se acomoda rápido sin ajetreo, y sigue las instrucciones, cada uno en lo suyo; no es un vuelo transcontinental normal, parece, más bien, el lacónico vuelo amanecido desde cualquier ciudad a Bogotá.

Sabíamos que no habría comida normal –si normal es la comida de avión-, sabíamos que no habría cobijas ni almohadas, ni películas, pero para mí, para quien es vital la información de navegación (velocidad, altitud, rumbo, localización, ETA, ETD, temperatura, todo el datum posible a falta de estar en la misma cabina), que me hayan quitado la pantalla con el mapa y el avioncito se convierte en un desasosiego referencial. Supongo que en la época cuando no había GPS uno sabía con más certeza para dónde le iba la vida.

Mis compañeros de fila miraron con aprehensión las veces que saqué el celular a la ventana para activar mi programa de navegación. A la tercera vez, escogí guardarme el aparato y empezar a conversar. «Lo tengo en modo avión».

«Estamos volando casi a la velocidad del sonido», dijo el de la silla del pasillo, que se llama Roberto, y nunca recibió la llamada de Avianca, aunque en Bogotá hubieran pagado por su pasaje; llegó a Heathrow convencido de que lo iban a devolver, pero el Consulado tenía todo lo suyo en orden. Viene de trabajar por debajo en un restaurante. Hacía tres meses no le pagaba el subarriendo al brasileño que se lo alquiló. Ya se había quebrado en el 2000, y entró a Londres por Buenos Aires. No sabía si llegar a la casa de su hermana o a una pieza de hotel; no quería incomodar.

«Yo limpiaba oficinas por las noches con mi hermana», me contestó Mayra, mi vecina de en medio que iba para Armenia, y se mostraba más acostumbrada al tapaboca.  La recogería su novio a quien no veía hace ocho meses. Él había llegado a Bogotá en carro y tendría todos los permisos para salir esa misma noche; pero ella no mostraba emoción por el reencuentro, o por estar en Armenia a las diez de la mañana, más bien la agobiaba la desazonada resolución de volver a Londres.

Yo les conté que había dejado mi familia en Edimburgo y que me devolvería en una buseta esa misma mañana a las seis. Hablamos de dónde pasar la cuarentena, de cifras, estadísticas, incertidumbres, panoramas, pero nunca de un desenlace. Ella habló con una joven a la que le tocó suspender el doctorado, a él lo ayudó un matrimonio de hombres que se tenía que separar por unos meses.  «Todo es así», dijo ella, o él, o yo.

Desde mi ventana pude ver claramente Barranquilla y Cartagena en la noche y, al poco tiempo, empezó el descenso. Como si tuviera el tiempo muy medido, la jefe de cabina tomó el micrófono después del anuncio de los 10.000 pies: desde el principio había algo de pomposidad en su tono, algo que resaltaba el enorme esfuerzo de no se quién, el gran orgullo de ser colombiano, lo heroico del viaje,  todo para cerrar con un «Y aquí estamos, para que ustedes vuelvan a su tierra», que solamente buscaba un aplauso que algunos no pudieron negar. Y enseguida, ya con los alerones desplegados, casi con el tren de aterrizaje afuera, puso la canción del Grupo Niche Mi Pueblo Natal. «Ya vamos llegando, me voy acercando, no puedo evitar que los ojos se me agüen».

Pues yo estaba pensando en las tres horas de sueño que tendría y en el grado de inconsciencia que esta señora tenía sobre cómo habíamos cambiado, cómo tendríamos que bandearnos las frustraciones, los sueños incompletos, las ausencias, las realizaciones truncadas, la inagotable falta de certidumbre: nada trágico, pero nada que te pudiera resolver el frívolo arribo a tu tierra.

El desembarco fue el más ordenado que he tenido en mi vida, pues sólo se paraban los que eran anunciados, sin que tuvieran que cuidar el puesto para que los de atrás no se pasen. Desde que salimos del avión hasta que llegamos a la sala de inmigración nos acompaño un despliegue descomunal de funcionarios, nuevamente apropiados de este plural didáctico distanciador, un poco interrogativo y pretencioso de cariño; tan infantilizante: «Nos paramos en las marcas amarillas, mantenemos la distancia», «Vamos a llenar el Acta de Compromiso que mi compañero les va a entregar»,  «Esperamos aquí, señor, ya le tomamos su pasaporte».

Algo me dice que no eran los mismos funcionarios los que nos recibían como en un Disney impositivo y los que hicieron la inmigración. Me quedó claro que tenía que hacer una cuarentena de 14 días -a pesar que salía de un país que ya tenía menos índices de infección que Colombia- y que tenía que salir de Bogotá antes de 24 horas.

Si uno quiere echar el cuento de su viaje de manera épica, tiene que contar las horas desde su salida al taxi. Hasta el momento de sacar las maletas yo llevaba 20 horas de viaje, esperaba tener 3 de sueño para partir a Cartagena. Sólo que no tenía en mi dimensión demorarme 15 paradas de policía y 23 horas y media más para llegar a mi casa.

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Andando por el Cesar aparecieron unas palmas africanas impostadamente alineadas, me dio sueño. Ver pasar los árboles relativiza la incertidumbre, da cierta sensación de abandono y sumisión. No puedo decir que fuera desagradable.